«…luego me invitó a comer, a mi piso. En el
mercado de Santo Domingo compró dos perdices, cuatro lonchas de tocino,
cincuenta gramos de chocolate y dos botellas de rosado navarro. Piqué seis
chalotes, desleí la pastilla de cacao y ligando la salsa, soñé que acabaríamos
como en los cuentos con final feliz, comiendo perdices.»
EL EFECTO STARLUX
Juan Ballester
Arola Editors, 2011
SINOPSIS: «Diles que se
marchen»… Aunque en
los suicidios siempre impresionan más los motivos que el propio hecho de morir,
los argumentos de Tino Polo colgaban por su peso en la torre del campanario de
Vinaroz y la estampa era digna de su iglesia, la cual más parece una fortaleza
medieval que un lugar de culto. Anteayer, Germán Casanova creía controlar la
situación hasta que, al llegar a la sala de autopsias, fue al armario-vitrina a
por unas tijeras y descubrió que sus manos temblaban, que no era un patólogo
capacitado para practicar la cirugía sino un pobre hombre que se negaba a
afrontar la pérdida de su mejor amigo; lo había visto tantas veces con el
neopreno amarillo aguantando la respiración que no podía creer que el alma le
hubiera abandonado. Y cuando Germán le sacó el escarpín derecho con la amarga
sensación de que había quedado pendiente una charla entre ellos, averiguó,
benditos los oídos, que Tino no lo iba a dejar con la palabra en la boca y que,
si escuchaba con los ojos, respondería a sus preguntas en la conversación más
íntima, sincera y anhelada que dos personas hayan tenido jamás.
Pocos libros me han impresionado tanto
como éste. Cayó en mis manos porque me hizo gracia la portada, la sinopsis me
intrigó y, cuando quise darme cuenta, me hallaba atrapada por la historia sin
posibilidad de separarme de ella.
Germán y Tino son dos opuestos, no sólo
por educación y nivel social. La personalidad reflexiva del primero, frente al
carácter impulsivo del otro, no impiden una amistad con letras mayúsculas que
trasciende a la propia muerte. A través de una insólita conversación post mortem, viviremos su paso de niños
a hombres, sus aventuras en tierras lejanas, sus viajes del amor al desamor, sus
triunfos y miserias. Una narración apasionante plena de personajes inolvidables
donde Vinaroz es principio y final; ese puerto al que, igual que las barcas de
pesca cada tarde con la sirena de cortesía, todos acaban volviendo.
El humor irónico suaviza algunos
episodios especialmente duros de una trama compleja. No estamos ante una novela
de lectura fácil. Abundan los saltos temporales sin previo aviso, porque los
sucesos se encadenan con el ritmo anárquico con que acuden los recuerdos a la
mente de Germán mientras realiza la autopsia de Tino. La mente funciona así
cuando vaga a sus anchas, no se atiene a esquemas ni orden establecido. Una
prosa muy particular que a mí me ha sorprendido gratamente. Aunque de éste
autor lo que admiro es lo que cuenta, por encima de cómo lo cuenta. Posee una
capacidad magistral para despertar las
emociones del lector; todas, las confesables y las que preferimos mantener
dormidas porque duele reconocerlas en voz alta.
A Juan Ballester le estaré siempre agradecida
porque me ha enseñado la lección más importante desde que decidí dedicarme a la
escritura. Y es que los libros, una vez los depositamos en manos ajenas, dejan
de ser nuestros. Entonces le pertenecen también al lector. Pondré todo mi
empeño en no olvidarlo.
Volviendo a la novela, Germán me ha hecho
recordar que nada humilla más que una mirada de lástima, de la mano de Tino he
aprendido que para un hombre honesto no existe arma más letal que la deslealtad
y al fin entiendo por qué la malvada bruja del Oeste de El Mago de Oz era de color verde esmeralda. El texto que he
escogido, donde Germán y Arantza comparten unas perdices con chocolate,
transmite el desencanto de un hombre escéptico. No lo culpo, tal vez los
finales felices sólo existen en los cuentos y en la mente de los lectores
rebeldes que hacen suya una novela y se atreven a fantasear con esa página no
escrita por el autor.
PERDICES CON CHOCOLATE
2 perdices limpias y abiertas en dos
50 g de chocolate puro
1 vaso de vino
blanco o rosado
1 vaso pequeño de vinagre de vino
1/4 de litro de caldo de ave
6 chalotas o 1 cebolla
1 diente de ajo (sólo si no se usa chalota)
Salpimentar
las perdices y envolver cada mitad en una loncha de tocino. Freír a fuego lento
en cuatro cucharadas de aceite de oliva hasta que el tocino esté dorado y
reservar. En el mismo aceite, sofreír las chalotas picadas, agregar el vino y
reducir el alcohol a fuego vivo. Echar en una cazuela, junto con una hoja de
laurel, el clavo, el vinagre y el caldo de ave. Añadir las perdices y cocer a
fuego lento durante 25 minutos. Cuando las perdices estén cocidas (la carne del
muslo se retrae y deja ver el hueso), desleír el chocolate en un poco de caldo
y añadir. Cocer hasta que la salsa reduzca y espese un poco.
Buen provecho y feliz lectura.
OLIVIA ARDEY