Hace unos años se publicó A MEDIANOCHE en un especial San Valentín de la revista Romántica's.
Y también fue la primera obra que me tradujeron al italiano. Se publicó en Italia en un especial de la revista Romance Magazine.
Aquí os lo dejo, para amenizar la semana con deseo apasionado y final feliz.
A
MEDIANOCHE ©
Olivia
Ardey
Todavía es temprano.
Pronto cumpliré los treinta,
pero la ansiedad me consume como a una adolescente que escapa, ahora que sé que
voy a tenerte para siempre. Por fin abandono la jaula de oro para volar libre.
Dónde, no importa si tú vuelas conmigo.
Sola en la calle, frente
a la que nunca más será mi casa, hago recuento mental… sí, lo llevo todo. En mi
bolso apenas cuatro detalles y los documentos más importantes, del resto se
encargará la mudanza. Quiero dejar cada cabo del divorcio bien atado porque no
hay vuelta atrás. En apenas media hora, el resto de mi vida vendrá de tu mano.
Dicen que ante la
muerte inminente, los hechos del pasado se nos muestran como una sucesión de
imágenes desordenadas. Parece ser que la película de nuestra vida está
compuesta de instantes olvidados que sólo en el momento de abandonarla somos
capaces de revivir con toda lucidez.
Debo estar delirando
porque mientras te espero me está pasando justo eso. Pero es curioso, mi
película particular sólo la forman los momentos que hemos vivido juntos tú y
yo. No existe más pasado. ¿Me estaré muriendo? Nada de eso. Todos esos
recuerdos que me asaltan sin haberlos convocado significan que mi pasado está
muerto y no existe más que hoy, mañana,… el resto de mi vida contigo.
En cuanto cierro los
ojos, vuelvo a nuestra primera noche. Casualidad o destino; salí decidida a
escapar y acabé atrapada en tus brazos. Me embarqué en la más absurda de las aventuras.
Yo en un local como aquel, mariposa perdida jugando a polilla nocturna entre
tanto tipo de aspecto peligroso. Te descubrí acodado en la barra; un par de
juegos de miradas y me convertí en presa fácil deseosa de ser cazada. A las
chicas buenas nos gustan los chicos malos. Yo me dejé atrapar por un diablo de
cuerpo grande envuelto en denim y cuero
negro.
Apenas cruzamos
palabras; aquella fue nuestra noche de besos ansiosos y jadeos al oído, de
caricias duras y embestidas violentas. Sexo de frases cortas y miradas largas,
de cuerpos que se buscan hambrientos de afecto arrimados a la pared del
callejón de atrás. Solos en la oscuridad; la luna y nosotros dos.
Nunca te lo he
dicho, pero a la mañana siguiente me abrumaron las dudas. ¿Me había vuelto
loca?, me pregunté mil veces. Y al recordarte dentro de mí y el calor de tu
boca en mi garganta, decidí que no quería volver a estar cuerda. Fue entonces
cuando tuve que luchar contra el miedo de no volver a encontrarte. Aunque los
temores se disiparon en los días siguientes, porque o yo te buscaba a ti o eras
tú quien me buscaba. Hubo muchos encuentros. Y una noche siguió a otra, y a
otra,… Noches en que el deseo fiero aprendió a convivir con la ternura, hasta
que la hora bruja nos obligaba a romper el hechizo.
—Algún día
descubrirás que no has nacido para princesa de cuento —me decías.
Yo me negaba a
escuchar; tú, resignado, te dejabas acallar por mis besos. Ahora lamento tantas
mediasnoches amargas que padeciste a causa de mi indecisión. En parte culpa
tuya, lo sabes. Me desconcertaban tus ausencias, las llamadas sin respuesta a
un teléfono tantas veces apagado. ¡Qué tonta! Ahora que conozco el motivo, me avergüenzo
de mis miedos y a la vez te mataría por ello.
Pero siempre regresaba
a tus brazos y, aunque no lo decías, yo era capaz de adivinar tu dolor cuando
al filo de las doce abandonaba tu cama para regresar a mi cárcel dorada junto a
él.
He perdido mucho
tiempo y te he causado un dolor innecesario, pero me conoces bien y entendiste
que la decisión era mía. Nunca dejaré de agradecer tu paciencia. De haberme
presionado, no habría descubierto la sutil barrera que separa lo que está bien
de lo que está mal. El bien es aquello que nos hace felices; el mal, en mi
caso, un matrimonio fracasado mantenido por inercia.
¡Qué tonta he sido!
Tardé lo indecible en decidirme por miedo a causarle dolor y, cuando por fin me
sinceré con él anunciándole que me marchaba para siempre, se encogió de
hombros. Sólo le preocuparon los comentarios que suscitaría nuestra ruptura en
su entorno social.
No sé si ha habido
otras mujeres ni me importa. Ahora sé bien que sólo he sido en su vida un
objeto decorativo más. Viví medio sonámbula hasta que decidí escapar de aquel
vacío; hasta que tú, con tu lenguaje de silencio y de besos, me demostraste que
la vida de princesa era una farsa.
—No todos los cuentos
acaban mal —me decías—. Tal vez te equivocaste de príncipe.
A tu modo, tratabas
de enseñarme que yo podía vencer el maleficio de la medianoche y convertirla en
el comienzo de una nueva historia sin final.
—No sabía que mi
príncipe, el de verdad, aparecería montado en una moto muy grande —reconocí por
fin, enlazada a ti sobre las sábanas.
Reíste por lo bajo
cuando te confesé que para un corazón sensible no hay sonido más emocionante
que el rugido de una Harley.
—Aunque no lo creas,
hay melodías que emocionan más.
—¿Cuáles?
—Tus gemidos de hace
un rato —me susurraste al oído y yo te abracé muy fuerte—, entre otros.
—Sabes mucho de
sonidos —tú sonrisa confirmó mis sospechas—. Eres músico…
—Sí. Está claro que
elegí a la chica más lista.
Mi sagacidad fue
premiada con un par de besos.
—Todavía hay sonidos
que llegan más adentro —murmuraste colocando mi mano sobre tu pecho; yo te
interrogué con la mirada—. Imagino que nada suena mejor que esas dos palabras
que ni tú ni yo nos atrevemos a decir.
Sentí que el corazón
se me encogía, busqué tu boca y nos perdimos el uno en el otro con un beso muy
largo. Al mirarte de nuevo a los ojos, me asaltó la curiosidad insatisfecha y
quise saberlo todo. Sólo podía imaginarte entre redobles y golpes, con una
baqueta en cada mano.
—¿Tocas en una
banda?
—Más o menos.
—¿Por qué no me lo
habías dicho?
—Nunca me lo has
preguntado.
Ninguno de los dos
habíamos querido ahondar en la vida del otro; la intimidad a veces asusta. Nos
limitábamos a planear en superficie por miedo a saber demasiado. Yo temía no
encajar en tu vida de desorden —así la intuía—; me asustaban tus idas y
venidas, porque a veces te he buscado cuando me hacías falta y no estabas. A ti
te frenaba la rabia, te negabas a verme como un trofeo compartido.
—A ver si lo adivino
—me aventuré—. ¿La batería?
—La guitarra
acústica.
—Quiero oírte tocar.
—No.
Tus labios trataron
de silenciar mis protestas, pero insistí.
—No te llevaré
conmigo mientras no estés segura de tus sentimientos. Es demasiado importante
para compartirlo contigo si te tengo sólo a medias, espero que lo entiendas. La
música no es mi trabajo: es mi vida.
Tu sinceridad me
dolió. Y, una vez a solas en la que era mi casa, me desquité con lágrimas de ira.
A la mañana siguiente, comprendí que la farsa que estaba viviendo no podía
continuar ni un minuto más. En cuanto a nosotros, ya era hora apartar los
temores. Necesitaba saberlo todo de ti y que tú me conocieras por entero.
En cuanto salté de
la cama, busqué un buen abogado que se encargara de los aspectos desagradables
de la ruptura. Aquella conversación me quitó una losa de encima. Por primera
vez me sentí libre y quise compartirlo contigo. Agarré el teléfono con mi
discurso preparado.
—Estoy segura —ya
esperaba tus preguntas—. Muy segura —recalqué—. Empiezo a sospechar que el
inseguro eres tú —contraataqué con acidez. Tú te limitaste a indicarme una hora
y un lugar—. Muy bien, allí estaré.
Corté la
comunicación y durante la semana siguiente te castigué con mi indiferencia.
Días después, quise que me tragara la tierra cuando te atreviste a reconocer en
voz alta cuánto agradeciste esa indiferencia mía que te permitió dedicarte por
entero a tus ensayos.
Ensayos. Ahí tenía
la respuesta a tantas llamadas a un teléfono no operativo. En ese momento te
habría estrangulado.
El día del concierto
llegué puntual. Diez minutos después, me paseaba inquieta. En eso no nos
parecemos; las esperas largas no son lo mío. Creí que se me detenía el corazón al
verte llegar: pelo pulcramente peinado con gomina, vestido de negro riguroso y
zapatos relucientes. Mi príncipe de las tinieblas aparecía disfrazado de modelo
de catálogo. Sin decir ni una palabra, nos fundimos en un beso impetuoso que me
supo a poco.
—Estás temblando —me
cogiste las manos—. ¿Qué te pasa?
—Nunca te había
visto tan guapo —aseguré admirándote de pies a cabeza—. Estás… increíble.
—Vaya,… gracias —protestaste
desviando la mirada incómodo—. No me queda más remedio; esta ropa me da de
comer.
Me entró la risa ante
tu repentino ataque de timidez y tú me dedicaste una mirada atravesada. Mi
faceta perversa empezaba a dejarse ver; descubrí que me divertía haciéndote
sufrir un poquito.
—Seguro que sois la
banda más elegante del mundillo musical.
—No te burles que
también te dará de comer a ti —te lanzaste directo para zanjar mis bromas—. Si
es verdad que estás segura.
—¿No dicen que los
músicos se mueren de hambre?
—No todos.
—Está claro que no
eres una estrella del rock.
—¿Y qué? —protestaste
endureciendo la mirada—. ¿Te da miedo abandonar la vida cómoda que tienes ahora?
Mis dudas fingidas te
ponían nervioso; yo decidí disfrutar un poco más de mi nuevo papel de diablesa
recién diplomada en torturas lentas.
—No voy a abandonar
mi empleo en la editorial…
Tus ojos reflejaron
decepción y miedo. Adiviné que imaginabas un futuro de ausencias, demasiado
tiempo el uno sin el otro por culpa de dos ocupaciones difíciles de compaginar.
—…soy traductora de
textos —confesé—. Puedo trabajar en cualquier sitio; sólo necesito un ordenador
y una conexión telefónica. Así podré acompañarte en las giras, o los bolos, ¿se
dice así? —esbozaste una sonrisa irónica—. Os ayudaré a cargar los equipos, los
cables…
—No será una vida
sedentaria —me advertiste.
—Si es la tuya, es
la mía. Haré cualquier cosa por estar contigo —sonreí al ver cómo se te
iluminaba el semblante—. ¿Es eso lo que querías oír?
Disimulaste tus
emociones tras la fachada de duro como el acero. No imaginas la ternura que
siento cuando tratas de ocultarme tu lado más vulnerable.
—Eso se llama
razonar con sensatez.
Sonó algo sarcástico,
aunque la sonrisa de felicidad te traicionaba. “Yo lo llamo actuar con el
corazón”, quise decir; pero sobraba la réplica porque eso tú ya lo sabías.
—Por algo elegiste a
la chica más lista —bromeé.
—Y a la más malvada.
La última frase podías haberla dicho mucho antes.
Me atrajiste de
golpe y nos devoramos a besos. Felices, porque juntos somos capaces de derribar
cualquier límite, hasta el del bien y el mal. Me elevaste en brazos y, entre
risas, nos besamos de nuevo al descubrir que ni tú eres tan malo ni yo soy tan
buena.
—Tengo que irme —recordaste,
depositándome en el suelo—. Habrá una pantalla gigante —abrí la boca
sorprendida—, cuando me enfoquen las cámaras, estaré tocando para ti. Ah… —añadiste
hurgando en un bolsillo—, se me olvidaba: tu entrada.
—¿Entradas? Qué
formales son en ese garito que tocas esta noche.
Del que, por cierto,
no me habías dicho ni el nombre. Imaginaba algún agujero oscuro exclusivo para
entendidos.
—Y muy estrictos. Sé
puntual —me advertiste ojeando tu reloj—. Una vez empezado el concierto, no te
dejarán entrar en «ese garito». Pórtate bien.
Advertencia y palmadita
en el culo, cómo no; típica despedida de chico malo.
Recuerdo que te
fuiste con prisa pero, desde lejos, me enviaste un guiño antes de cruzar la
avenida con cuatro zancadas. Atónita, te vi desaparecer tras la puerta
principal del edificio de enfrente. Con la boca abierta, alcé la cabeza hacia
el inmenso cartel que cubría la fachada posterior del Palau de la Música. No podía
creerlo. ¿Música de cine? Recordé entonces que estábamos en fechas de ese
certamen cinematográfico internacional de tanto renombre.
Me aproximé al Palau
como una sonámbula. Una vez en la sala, casi me caigo de la butaca al ver el
escenario preparado para una orquesta sinfónica. ¡¿Esa era tu supuesta banda?!
Entonces entendí el
porqué de tanto misterio. Ocultándome todo aquello querías asegurarte de que te
he elegido por ser tú; aquel desconocido que conocí en un local tan lleno de
humo como de gente poco recomendable.
Mientras esperaba, ojeé
en el programa y me entró la risa de puro asombro. ¿Las mejores bandas sonoras
de la historia del western? Sin duda, estás hecho un maestro de las sorpresas.
Leí la detallada biografía de la formación y descubrí que tu «banda» es una prestigiosa
orquesta sinfónica con nombre de rey olvidado; vuestra madrina de honor, una
princesa italiana que os cede su palazzo
cerca de Roma como sede honoraria. Claro, no sólo viven en palacios las
princesas de los cuentos.
Aún no me cuadraba
la guitarra acústica. Pero esa pieza encajó en cuanto alcé la vista del
programa al sonar los primeros aplausos. Me dio un vuelco el corazón al
reconocerte entre todos ellos. Y me dediqué a observaros con atención. Nunca
había visto una orquesta tan peculiar, ni tan completa. A tu lado distinguí un
bajo eléctrico. Un poco más allá… ¡un teclado electrónico! Incluso una armónica
junto a la percusión.
El resto incluso lo
encontré natural. Aunque era la primera vez que veía a una mujer como concertino,
ni me sorprendieron sus piercings ni
los dibujos célticos de su brazo. Ni el dragón tatuado que reptaba por la nuca
de una chica que afinaba dos atriles más allá. Sólo tres o cuatro músicos sesentones
lucían smoking clásico y pajarita; pero no desentonaban entre tanto virtuoso de
aspecto incorregible. Se les veía exultantes, contagiados de vuestra juventud.
Para mí, tú el más sexy entre todos ellos.
Nuevos aplausos al
hacer su entrada el director. Después, el saludo ritual al primer violín: la
chica de los piercings se dejó besar
la mano.
Se hizo un imponente
silencio y, a partir de ahí, mi corazón latió al ritmo de cada partitura. La
pantalla que ocultaba el órgano de tubos te mostró en primer plano y las
lágrimas resbalaron por mis mejillas al sentir que esa música sublime era toda
para mí. Deseé que aquél concierto no acabara nunca y, durante la ovación más
larga que recuerdo, aplaudí hasta que me dolieron las manos. Pero no era la
única que tenía los ojos húmedos. Conseguisteis emocionar a un público
compuesto por cinéfilos que os aclamaba completamente entregado. Hasta Bernstein
aplaudía desde el más allá.
A la salida, te
esperaba ansiosa hasta que te vi aparecer; aún así, permanecí muy quieta con
las manos en los bolsillos. No lo reconocerías nunca, pero sé que estabas
preocupado por mi reacción.
—Sois una orquesta
magnífica —dije para romper el silencio.
Tú te encogiste de
hombros con una mirada de disculpa.
—No sé si somos la
mejor. Pero la más canalla, seguro.
Me lancé a tu cuello
y me estremecí al sentir tu risa suave cuando dije que me parecían pocos los
quinientos besos que necesitaba darte.
Y esa noche las
decisiones las tomé yo. Exigí una entrega furiosa, y luego te colmé de caricias
dulces para reclamarte de nuevo como una fiera. Una vez tras otra hasta caer
rendidos.
—Me quedo —murmuré,
bien pasadas las doce.
—¿Hasta que
amanezca?
—La eternidad se
queda corta para calcular el tiempo que voy a quedarme.
Me rodeaste con
muchísima fuerza y yo me dejé encerrar para siempre en la jaula de tus brazos…
Ya era hora. ¡Por
fin apareces! Creía que no llegabas nunca. Antes de que descabalgues de la Harley, corro a tu
encuentro.
—¿Preparada?
Mi sonrisa y mi beso
son suficiente respuesta.
—Aún no te he dicho
cuanto te admiro —te freno cuando me entregas mi casco; tú intentas protestar
pero no te dejo—. Me parece extraordinario que hayas consagrado tantos años a algo
que requiere tanto sacrificio y estudio como la música.
—Cuando algo te
apasiona, el tiempo dedicado no cuenta —me explicas—. Además, no necesito tu
admiración.
—No me has
entendido. Admiro tu entrega sin límite a algo que te apasiona, pero no te
quiero por lo que haces ni por lo que eres. Te quiero porque eres tú.
—Repítelo.
—Te quiero.
Los dos cascos caen a
la acera mientras nos enlazamos en el más apasionado de los besos. Tenías
razón, nada puede sonar mejor. Y nos decimos el uno al otro un montón de veces esas
dos palabras que a partir de hoy serán la banda sonora de nuestra vida, tan
hermosa que ni Morricone la podría superar.
Me llevas de la mano
y monto a tu espalda mientras haces rugir a la reina de las motos.
—Es única —me
dices—, si hasta suena bien.
Yo me río encantada
de verte tan orgulloso.
—¿Sabes qué hora es?
—niegas con la cabeza—. Casi las doce.
Entonces eres tú quien
se echa a reír. Y juntos emprendemos el vuelo sobre tu fiera de ruedas aladas
sin volver la vista atrás. El destino es lo de menos; donde la medianoche nos
lleve.
Dedicado a todos aquellos que un día decidieron
consagrar su vida a la música y, en especial, a los miembros de la Orquesta Sinfónica
Jaume II El Just.
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