lunes, 28 de noviembre de 2016

Y de regalo, un relato


Hace unos años se publicó A MEDIANOCHE en un especial San Valentín de la revista Romántica's.
Y también fue la primera obra que me tradujeron al italiano. Se publicó en Italia en un especial de la revista Romance Magazine.
Aquí os lo dejo, para amenizar la semana con deseo apasionado y final feliz.



A MEDIANOCHE ©
Olivia Ardey

Todavía es temprano.
Pronto cumpliré los treinta, pero la ansiedad me consume como a una adolescente que escapa, ahora que sé que voy a tenerte para siempre. Por fin abandono la jaula de oro para volar libre. Dónde, no importa si tú vuelas conmigo.
Sola en la calle, frente a la que nunca más será mi casa, hago recuento mental… sí, lo llevo todo. En mi bolso apenas cuatro detalles y los documentos más importantes, del resto se encargará la mudanza. Quiero dejar cada cabo del divorcio bien atado porque no hay vuelta atrás. En apenas media hora, el resto de mi vida vendrá de tu mano.
Dicen que ante la muerte inminente, los hechos del pasado se nos muestran como una sucesión de imágenes desordenadas. Parece ser que la película de nuestra vida está compuesta de instantes olvidados que sólo en el momento de abandonarla somos capaces de revivir con toda lucidez.
Debo estar delirando porque mientras te espero me está pasando justo eso. Pero es curioso, mi película particular sólo la forman los momentos que hemos vivido juntos tú y yo. No existe más pasado. ¿Me estaré muriendo? Nada de eso. Todos esos recuerdos que me asaltan sin haberlos convocado significan que mi pasado está muerto y no existe más que hoy, mañana,… el resto de mi vida contigo.
En cuanto cierro los ojos, vuelvo a nuestra primera noche. Casualidad o destino; salí decidida a escapar y acabé atrapada en tus brazos. Me embarqué en la más absurda de las aventuras. Yo en un local como aquel, mariposa perdida jugando a polilla nocturna entre tanto tipo de aspecto peligroso. Te descubrí acodado en la barra; un par de juegos de miradas y me convertí en presa fácil deseosa de ser cazada. A las chicas buenas nos gustan los chicos malos. Yo me dejé atrapar por un diablo de cuerpo grande envuelto en denim y cuero negro.
Apenas cruzamos palabras; aquella fue nuestra noche de besos ansiosos y jadeos al oído, de caricias duras y embestidas violentas. Sexo de frases cortas y miradas largas, de cuerpos que se buscan hambrientos de afecto arrimados a la pared del callejón de atrás. Solos en la oscuridad; la luna y nosotros dos.
Nunca te lo he dicho, pero a la mañana siguiente me abrumaron las dudas. ¿Me había vuelto loca?, me pregunté mil veces. Y al recordarte dentro de mí y el calor de tu boca en mi garganta, decidí que no quería volver a estar cuerda. Fue entonces cuando tuve que luchar contra el miedo de no volver a encontrarte. Aunque los temores se disiparon en los días siguientes, porque o yo te buscaba a ti o eras tú quien me buscaba. Hubo muchos encuentros. Y una noche siguió a otra, y a otra,… Noches en que el deseo fiero aprendió a convivir con la ternura, hasta que la hora bruja nos obligaba a romper el hechizo.
—Algún día descubrirás que no has nacido para princesa de cuento —me decías.
Yo me negaba a escuchar; tú, resignado, te dejabas acallar por mis besos. Ahora lamento tantas mediasnoches amargas que padeciste a causa de mi indecisión. En parte culpa tuya, lo sabes. Me desconcertaban tus ausencias, las llamadas sin respuesta a un teléfono tantas veces apagado. ¡Qué tonta! Ahora que conozco el motivo, me avergüenzo de mis miedos y a la vez te mataría por ello.
Pero siempre regresaba a tus brazos y, aunque no lo decías, yo era capaz de adivinar tu dolor cuando al filo de las doce abandonaba tu cama para regresar a mi cárcel dorada junto a él.
He perdido mucho tiempo y te he causado un dolor innecesario, pero me conoces bien y entendiste que la decisión era mía. Nunca dejaré de agradecer tu paciencia. De haberme presionado, no habría descubierto la sutil barrera que separa lo que está bien de lo que está mal. El bien es aquello que nos hace felices; el mal, en mi caso, un matrimonio fracasado mantenido por inercia.
¡Qué tonta he sido! Tardé lo indecible en decidirme por miedo a causarle dolor y, cuando por fin me sinceré con él anunciándole que me marchaba para siempre, se encogió de hombros. Sólo le preocuparon los comentarios que suscitaría nuestra ruptura en su entorno social.
No sé si ha habido otras mujeres ni me importa. Ahora sé bien que sólo he sido en su vida un objeto decorativo más. Viví medio sonámbula hasta que decidí escapar de aquel vacío; hasta que tú, con tu lenguaje de silencio y de besos, me demostraste que la vida de princesa era una farsa.
—No todos los cuentos acaban mal —me decías—. Tal vez te equivocaste de príncipe.
A tu modo, tratabas de enseñarme que yo podía vencer el maleficio de la medianoche y convertirla en el comienzo de una nueva historia sin final.
—No sabía que mi príncipe, el de verdad, aparecería montado en una moto muy grande —reconocí por fin, enlazada a ti sobre las sábanas.
Reíste por lo bajo cuando te confesé que para un corazón sensible no hay sonido más emocionante que el rugido de una Harley.
—Aunque no lo creas, hay melodías que emocionan más.
—¿Cuáles?
—Tus gemidos de hace un rato —me susurraste al oído y yo te abracé muy fuerte—, entre otros.
—Sabes mucho de sonidos —tú sonrisa confirmó mis sospechas—. Eres músico…
—Sí. Está claro que elegí a la chica más lista.
Mi sagacidad fue premiada con un par de besos.
—Todavía hay sonidos que llegan más adentro —murmuraste colocando mi mano sobre tu pecho; yo te interrogué con la mirada—. Imagino que nada suena mejor que esas dos palabras que ni tú ni yo nos atrevemos a decir.
Sentí que el corazón se me encogía, busqué tu boca y nos perdimos el uno en el otro con un beso muy largo. Al mirarte de nuevo a los ojos, me asaltó la curiosidad insatisfecha y quise saberlo todo. Sólo podía imaginarte entre redobles y golpes, con una baqueta en cada mano.
—¿Tocas en una banda?
—Más o menos.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Nunca me lo has preguntado.
Ninguno de los dos habíamos querido ahondar en la vida del otro; la intimidad a veces asusta. Nos limitábamos a planear en superficie por miedo a saber demasiado. Yo temía no encajar en tu vida de desorden —así la intuía—; me asustaban tus idas y venidas, porque a veces te he buscado cuando me hacías falta y no estabas. A ti te frenaba la rabia, te negabas a verme como un trofeo compartido.
—A ver si lo adivino —me aventuré—. ¿La batería?
—La guitarra acústica.
—Quiero oírte tocar.
—No.
Tus labios trataron de silenciar mis protestas, pero insistí.
—No te llevaré conmigo mientras no estés segura de tus sentimientos. Es demasiado importante para compartirlo contigo si te tengo sólo a medias, espero que lo entiendas. La música no es mi trabajo: es mi vida.
Tu sinceridad me dolió. Y, una vez a solas en la que era mi casa, me desquité con lágrimas de ira. A la mañana siguiente, comprendí que la farsa que estaba viviendo no podía continuar ni un minuto más. En cuanto a nosotros, ya era hora apartar los temores. Necesitaba saberlo todo de ti y que tú me conocieras por entero.
En cuanto salté de la cama, busqué un buen abogado que se encargara de los aspectos desagradables de la ruptura. Aquella conversación me quitó una losa de encima. Por primera vez me sentí libre y quise compartirlo contigo. Agarré el teléfono con mi discurso preparado.
—Estoy segura —ya esperaba tus preguntas—. Muy segura —recalqué—. Empiezo a sospechar que el inseguro eres tú —contraataqué con acidez. Tú te limitaste a indicarme una hora y un lugar—. Muy bien, allí estaré.
Corté la comunicación y durante la semana siguiente te castigué con mi indiferencia. Días después, quise que me tragara la tierra cuando te atreviste a reconocer en voz alta cuánto agradeciste esa indiferencia mía que te permitió dedicarte por entero a tus ensayos.
Ensayos. Ahí tenía la respuesta a tantas llamadas a un teléfono no operativo. En ese momento te habría estrangulado.
El día del concierto llegué puntual. Diez minutos después, me paseaba inquieta. En eso no nos parecemos; las esperas largas no son lo mío. Creí que se me detenía el corazón al verte llegar: pelo pulcramente peinado con gomina, vestido de negro riguroso y zapatos relucientes. Mi príncipe de las tinieblas aparecía disfrazado de modelo de catálogo. Sin decir ni una palabra, nos fundimos en un beso impetuoso que me supo a poco.
—Estás temblando —me cogiste las manos—. ¿Qué te pasa?
—Nunca te había visto tan guapo —aseguré admirándote de pies a cabeza—. Estás… increíble.
—Vaya,… gracias —protestaste desviando la mirada incómodo—. No me queda más remedio; esta ropa me da de comer.
Me entró la risa ante tu repentino ataque de timidez y tú me dedicaste una mirada atravesada. Mi faceta perversa empezaba a dejarse ver; descubrí que me divertía haciéndote sufrir un poquito.
—Seguro que sois la banda más elegante del mundillo musical.
—No te burles que también te dará de comer a ti —te lanzaste directo para zanjar mis bromas—. Si es verdad que estás segura.
—¿No dicen que los músicos se mueren de hambre?
—No todos.
—Está claro que no eres una estrella del rock.
—¿Y qué? —protestaste endureciendo la mirada—. ¿Te da miedo abandonar la vida cómoda que tienes ahora?
Mis dudas fingidas te ponían nervioso; yo decidí disfrutar un poco más de mi nuevo papel de diablesa recién diplomada en torturas lentas.
—No voy a abandonar mi empleo en la editorial…
Tus ojos reflejaron decepción y miedo. Adiviné que imaginabas un futuro de ausencias, demasiado tiempo el uno sin el otro por culpa de dos ocupaciones difíciles de compaginar.
—…soy traductora de textos —confesé—. Puedo trabajar en cualquier sitio; sólo necesito un ordenador y una conexión telefónica. Así podré acompañarte en las giras, o los bolos, ¿se dice así? —esbozaste una sonrisa irónica—. Os ayudaré a cargar los equipos, los cables…
—No será una vida sedentaria —me advertiste.
—Si es la tuya, es la mía. Haré cualquier cosa por estar contigo —sonreí al ver cómo se te iluminaba el semblante—. ¿Es eso lo que querías oír?
Disimulaste tus emociones tras la fachada de duro como el acero. No imaginas la ternura que siento cuando tratas de ocultarme tu lado más vulnerable.
—Eso se llama razonar con sensatez.
Sonó algo sarcástico, aunque la sonrisa de felicidad te traicionaba. “Yo lo llamo actuar con el corazón”, quise decir; pero sobraba la réplica porque eso tú ya lo sabías.
—Por algo elegiste a la chica más lista —bromeé.
—Y a la más malvada. La última frase podías haberla dicho mucho antes.
Me atrajiste de golpe y nos devoramos a besos. Felices, porque juntos somos capaces de derribar cualquier límite, hasta el del bien y el mal. Me elevaste en brazos y, entre risas, nos besamos de nuevo al descubrir que ni tú eres tan malo ni yo soy tan buena.
—Tengo que irme —recordaste, depositándome en el suelo—. Habrá una pantalla gigante —abrí la boca sorprendida—, cuando me enfoquen las cámaras, estaré tocando para ti. Ah… —añadiste hurgando en un bolsillo—, se me olvidaba: tu entrada.
—¿Entradas? Qué formales son en ese garito que tocas esta noche.
Del que, por cierto, no me habías dicho ni el nombre. Imaginaba algún agujero oscuro exclusivo para entendidos.
—Y muy estrictos. Sé puntual —me advertiste ojeando tu reloj—. Una vez empezado el concierto, no te dejarán entrar en «ese garito». Pórtate bien.
Advertencia y palmadita en el culo, cómo no; típica despedida de chico malo.
Recuerdo que te fuiste con prisa pero, desde lejos, me enviaste un guiño antes de cruzar la avenida con cuatro zancadas. Atónita, te vi desaparecer tras la puerta principal del edificio de enfrente. Con la boca abierta, alcé la cabeza hacia el inmenso cartel que cubría la fachada posterior del Palau de la Música. No podía creerlo. ¿Música de cine? Recordé entonces que estábamos en fechas de ese certamen cinematográfico internacional de tanto renombre.
Me aproximé al Palau como una sonámbula. Una vez en la sala, casi me caigo de la butaca al ver el escenario preparado para una orquesta sinfónica. ¡¿Esa era tu supuesta banda?!
Entonces entendí el porqué de tanto misterio. Ocultándome todo aquello querías asegurarte de que te he elegido por ser tú; aquel desconocido que conocí en un local tan lleno de humo como de gente poco recomendable.
Mientras esperaba, ojeé en el programa y me entró la risa de puro asombro. ¿Las mejores bandas sonoras de la historia del western? Sin duda, estás hecho un maestro de las sorpresas. Leí la detallada biografía de la formación y descubrí que tu «banda» es una prestigiosa orquesta sinfónica con nombre de rey olvidado; vuestra madrina de honor, una princesa italiana que os cede su palazzo cerca de Roma como sede honoraria. Claro, no sólo viven en palacios las princesas de los cuentos.
Aún no me cuadraba la guitarra acústica. Pero esa pieza encajó en cuanto alcé la vista del programa al sonar los primeros aplausos. Me dio un vuelco el corazón al reconocerte entre todos ellos. Y me dediqué a observaros con atención. Nunca había visto una orquesta tan peculiar, ni tan completa. A tu lado distinguí un bajo eléctrico. Un poco más allá… ¡un teclado electrónico! Incluso una armónica junto a la percusión.
El resto incluso lo encontré natural. Aunque era la primera vez que veía a una mujer como concertino, ni me sorprendieron sus piercings ni los dibujos célticos de su brazo. Ni el dragón tatuado que reptaba por la nuca de una chica que afinaba dos atriles más allá. Sólo tres o cuatro músicos sesentones lucían smoking clásico y pajarita; pero no desentonaban entre tanto virtuoso de aspecto incorregible. Se les veía exultantes, contagiados de vuestra juventud. Para mí, tú el más sexy entre todos ellos.
Nuevos aplausos al hacer su entrada el director. Después, el saludo ritual al primer violín: la chica de los piercings se dejó besar la mano.
Se hizo un imponente silencio y, a partir de ahí, mi corazón latió al ritmo de cada partitura. La pantalla que ocultaba el órgano de tubos te mostró en primer plano y las lágrimas resbalaron por mis mejillas al sentir que esa música sublime era toda para mí. Deseé que aquél concierto no acabara nunca y, durante la ovación más larga que recuerdo, aplaudí hasta que me dolieron las manos. Pero no era la única que tenía los ojos húmedos. Conseguisteis emocionar a un público compuesto por cinéfilos que os aclamaba completamente entregado. Hasta Bernstein aplaudía desde el más allá.
A la salida, te esperaba ansiosa hasta que te vi aparecer; aún así, permanecí muy quieta con las manos en los bolsillos. No lo reconocerías nunca, pero sé que estabas preocupado por mi reacción.
—Sois una orquesta magnífica —dije para romper el silencio.
Tú te encogiste de hombros con una mirada de disculpa.
—No sé si somos la mejor. Pero la más canalla, seguro.
Me lancé a tu cuello y me estremecí al sentir tu risa suave cuando dije que me parecían pocos los quinientos besos que necesitaba darte.
Y esa noche las decisiones las tomé yo. Exigí una entrega furiosa, y luego te colmé de caricias dulces para reclamarte de nuevo como una fiera. Una vez tras otra hasta caer rendidos.
—Me quedo —murmuré, bien pasadas las doce.
—¿Hasta que amanezca?
—La eternidad se queda corta para calcular el tiempo que voy a quedarme.
Me rodeaste con muchísima fuerza y yo me dejé encerrar para siempre en la jaula de tus brazos…
Ya era hora. ¡Por fin apareces! Creía que no llegabas nunca. Antes de que descabalgues de la Harley, corro a tu encuentro.
—¿Preparada?
Mi sonrisa y mi beso son suficiente respuesta.
—Aún no te he dicho cuanto te admiro —te freno cuando me entregas mi casco; tú intentas protestar pero no te dejo—. Me parece extraordinario que hayas consagrado tantos años a algo que requiere tanto sacrificio y estudio como la música.
—Cuando algo te apasiona, el tiempo dedicado no cuenta —me explicas—. Además, no necesito tu admiración.
—No me has entendido. Admiro tu entrega sin límite a algo que te apasiona, pero no te quiero por lo que haces ni por lo que eres. Te quiero porque eres tú.
—Repítelo.
—Te quiero.
Los dos cascos caen a la acera mientras nos enlazamos en el más apasionado de los besos. Tenías razón, nada puede sonar mejor. Y nos decimos el uno al otro un montón de veces esas dos palabras que a partir de hoy serán la banda sonora de nuestra vida, tan hermosa que ni Morricone la podría superar.
Me llevas de la mano y monto a tu espalda mientras haces rugir a la reina de las motos.
—Es única —me dices—, si hasta suena bien.
Yo me río encantada de verte tan orgulloso.
—¿Sabes qué hora es? —niegas con la cabeza—. Casi las doce.
Entonces eres tú quien se echa a reír. Y juntos emprendemos el vuelo sobre tu fiera de ruedas aladas sin volver la vista atrás. El destino es lo de menos; donde la medianoche nos lleve.

 
Dedicado a todos aquellos que un día decidieron consagrar su vida a la música y, en especial, a los miembros de la Orquesta Sinfónica Jaume II El Just.


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