viernes, 25 de septiembre de 2009

Entre las aguas y el cielo


El pasado mayo, mi relato ENTRE LAS AGUAS Y EL CIELO, obtuvo el segundo premio en el I Concurso de Relato Corto Historias de la Historia Medieval. El certamen lo organizó Javier Sanz, entusiasta apasionado de la historia, desde su magnífico blog ; y entre los miembros del jurado se encontraban autores como José Calvo Poyato y Juan Eslava Galán.
La verdad es que, cuando me comunicaron que me acababa de alzar con el segundo premio, mi sorpresa fue mayúscula; porque no pensaba que un relato intimista y romántico inspirado en la ejecución de una bruja en la Venecia del quattrocento pudiera llamar la atención del jurado.
Acaba de salir el número 31 de la REVISTA MEDIEVAL, en el que aparece publicado ENTRE LAS AGUAS Y EL CIELO. Me ha hecho mucha ilusión ver por primera vez, en letras de imprenta, mi nombre y un escrito salido de imaginación.

Debe tener algo mágico el tacto del papel, porque transmite una sensación de "realidad" increíble cuando pasas página y, de pronto, encuentras tu relato que se puede, tocar, ver y leer.
En este número de la revista encontraréis, además de los tres relatos ganadores, artículos tan interesantes como uno dedicado a la Edad Media en la literatura juvenil o mi apartado preferido: recetas medievales.
Con el número 32, que estará en los kioscos en noviembre-diciembre, la REVISTA MEDIEVAL distribuirá un libro de regalo con una selección de los mejores relatos presentados al concurso.
Debe ser la euforia del principiante, pero es impagable ver publicada una obra propia en papel. Aquí os dejo el relato, espero que os guste.

ENTRE LAS AGUAS Y EL CIELO ©

—Tengo miedo, Luca. Mucho miedo, mucho miedo…
¡Está tan húmedo y oscuro! Pero el dolor es tan intenso que ni el frío siento. La escasa luz que se filtra a través del ventanuco de la celda apenas me permite distinguir las paredes de piedra. Será mejor que cierre los ojos; sólo quiero descansar y que cese el dolor.
—Me han atado las manos, Luca.
Sólo a ti soy capaz de confesarte todo el miedo que tengo, a nadie más. Me he mordido la lengua y los labios, pero no han conseguido oírme suplicar. ¡Valiente alondra! Como a ti te hubiese gustado; por ti he aguantado sin lamentos hasta caer vencida, apenas ninguno.
Pronto acabará; oigo tañer en San Marco la campana del Maleficio que anuncia que mi hora está cerca. ¿Te acuerdas, Luca? Cuando la pequeña campana se dejaba oír por toda Venecia, me estremecía de pies a cabeza. Se me erizaba el vello cada vez que anunciaba con su volteo siniestro una nueva ejecución. Y tú me cobijabas entre tus brazos sin dejar de sonreír. «No temas, alondra ¿o es que piensas que vienen a por ti?»
Hoy sí, Luca. Hoy sí vienen a por mí.
Tengo sueño. Creo que voy a dormirme de un momento a otro, aunque las losas están frías y con las manos atadas a la espalda me es imposible cambiar de postura. Ni fuerzas me quedan para enderezarme. Y noto sangre entre mis muslos.
—Me han hecho daño, Luca. Mucho… mucho daño.
Me acusan de bruja, ¡qué tontería! Si sólo soy una mujer asustada. No ha sido más que una excusa para ensañarse con mi cuerpo, que no conmigo. Porque a mí no pueden hacerme daño si tú estás a mi lado.
Quisiera morir desangrada antes de que todo suceda porque ahora que el momento se acerca, me ha abandonado la valentía. No me queda ni una brizna del arrojo que me sobró para acabar con la vida de un hombre.
Nunca te lo he contado, Luca, pero ya quise morir una vez. Cuatro años y medio han pasado ya. Sí, el primer domingo de septiembre del año 1.423. Participabas en la Regata. Cuando te vi desfilar por el canal grande delante del Bucentauro del Dux, supe que te harías con el palio de vencedor. «Si no me lo ofrece, me lanzaré al vacío desde el campanile de San Zaccaria», me dije. Al lado de mi padre, tuve que obligarme a mantener silencio, porque hubiese querido gritar tu nombre a los cuatro vientos al ver arribar tu caorlina a Ca’Foscari. El gentío te aclamaba enloquecido cuando te entregaron el palio de la victoria. Todos gritaban; todos menos yo. Te abriste paso entre la multitud y me entregaste tu trofeo sin dejar de mirarme a los ojos. Y de nuevo quise morir, esta vez de felicidad. ¡Qué niña más tonta!
Durante nuestros esponsales no dejamos de mirarnos, ¿te acuerdas? ¡Nos deseábamos tanto! Yo te seguía con la mirada y tú me seguías a mí. Y esa noche me transformé en mujer pegada a ti. Tus manos me enseñaron que nada hay de lóbrego en los secretos que oculta el placer. De tu mano conocí que nada malo se esconde tras el velo del goce carnal. Y musitaste junto a mi oído, cuando entre tus brazos temblaba ante la incertidumbre de lo que me esperaba en ellos, que lo que llaman lujuria no es otra cosa que pasión. Ansia por ser devorado y devorar, por amar y ser amado hasta fundirte en uno nada más.
—Cuanto te quiero, Bianca. ¡Te quiero tanto! —me susurrabas una y otra vez.
Esa noche, mientras enseñabas a mi lengua a danzar con la tuya, deseé que el vidrio del reloj cediese entre mis dedos para poder detener el fluido de arena; si es verdad como nos hacen creer, que el tiempo se contiene en un frasco.
Cuatro años, Luca, cuatro años; me regalaste los mejores de mi corta vida. Porque soy joven para morir.
—También lo eras tú.
¡Oh, Señor! No quiero llorar. Amada Venecia testigo mudo de nuestro amor. Recia y soberbia emerges entre el silencio de la bruma. Tú, única entre las aguas quietas, por eso te llaman serena. Serenísima República que nos conviertes en orgullo del mundo.
Maldita Venecia, maldita seas; que, en tu afán de poder, envías a morir a tus hijos a manos de las hordas otomanas. Y mientras te exhibes ambiciosa desde tu trono en el Adriático, permites que los cadáveres de tus hombres valientes sean pasto de los peces a merced de la marea.
No quiero recordar ese día. Con la noticia de tu muerte en la batalla, mi vida se acabó. Porque para mí ya no hubo vida sin ti. Tu partida cercenó mi capacidad de transmitir aliento; murió el niño que crecía en mi vientre y con él se llevó mi esperanza. De haber llegado a nacer ese hijo tuyo y mío, qué diferente habría sido todo. Por él habría sido capaz de seguir viva para soportar el destino al que me envió tu padre. Sólo por él. Porque ese hijo era parte de ti, el orgullo de tu sangre y señor de tu casa.
Una mujer sola, nada más que una mujer. Una carga molesta; en eso me convertí. Tu padre no tardó en concertar un nuevo matrimonio, ya lo sabes.
Pero no podía, Luca. No fui capaz de permitir que otras manos tocasen lo que sólo tú habías tocado. Otros labios no podían probar aquello cuyo sabor sólo los tuyos conocían. Y el veneno fue mi cómplice para que nadie se apoderase de lo que te pertenece sólo a ti. Arsénico y belladona, certeros verdugos de ese hombre; por ellos me acusan de utilizar malas artes de hechicería. Porque no tuve fuerza ni valor para empuñar una daga. ¡Necios! Me acusan de prácticas heréticas porque hablo contigo, tú que sólo eres sosiego.
Doble escarnio y doble condena. Tortura por bruja; por asesina, ejecución. Ya nada importa, él está muerto y pronto yo también lo estaré. Quiero pensar que me encontrarás, que me esperas y sabrás buscarme.
Me hiciste muy feliz, Luca, inmensamente feliz. Y sé que tú también lo has sido. Parto orgullosa con la certeza de que supe hacerte el hombre más dichoso de la tierra.
—Del color de la laguna tiene los ojos mi alondra —murmurabas al acariciar mi cuerpo, y yo reía.
—Negros son los de mi halcón, oscuros como el placer —decía yo llena de osadía, y entonces reías tú.
E iniciábamos el dulce juego de dejarme atrapar en tus garras. Y fingía ser tu presa sabiéndome halconera. Yo alzaba mi guante orgullosa y tú regresabas a posarte en mi mano, siempre hambriento de mí. Y a la vez que era tú único alimento, conocí el secreto deleite de llevarte al delirio devorándote entero con besos prohibidos.
—Bianca, hechicera, confiesa cuanto amas a tu señor —exigías.
A horcajadas sobre ti, las manos sujetas sobre tu cabeza, te sabía mi esclavo y en mi interior eras fuente de vida. Sólo entonces, cuando mis senos y mi boca eran tu único sustento. ¿Recuerdas? Aferrada a tus hombros poderosos, comprendí el arte de la entrega; y quise aprender el goce de dar y obtener de ti. Más, más, más… mucho más.
—Ya vienen, Luca. Ya están aquí.
El chirrido de la cancela. Tras él, llega el pretendido consuelo del fraile, que no es más que anuncio de muerte. No me quedan fuerzas. Me alzan casi en volandas para llevarme de camino a la Piazzetta donde el patíbulo me espera.
Adiós, San Marco, y escucha mi ruego. Silencia para siempre su inocente pensamiento sacrílego.
—Bianca, amor mío, ni la Madonna es más bella que tú —me adorabas en voz muy baja.
Aferra mi mano, Luca, y no la sueltes. Ayúdame a llevar la postrera cobardía propia del ser humano, único animal que se niega a entregarse a la muerte en soledad.
Qué callen ya, por Dios. Cuanto alboroto y cuanto frío. Qué lástima que la última caricia en mi cuello, el que tantas veces saborearon tus besos, sea la aspereza de la soga.
—Bianca di Vanozzo, rea confesa…
—Mi nombre es... Bianca... Guarini.... esposa de Luca Guarini, señor de Burano,…. Soy y seré…
—Arrepiéntete de tus pecados y abraza la fe verdadera…
La fe verdadera,… la esperanza de ver de nuevo tu rostro, esa es mi única fe.
—Quiero… descansar….
—Sea.
¿Qué es ese ruido? Caigo. Me falta el aire, Luca, me falta… ¿Dónde estás, Venecia? Es todo tan oscuro…
¡Oh, mi Señor, cuánta paz! No soy ese cuerpo inerme que pende de la soga, que yo me mezo en la brisa.
Serena, serenísima Venecia, qué bella eres. Contempla vanidosa tu reflejo del color del sol en el espejo de la laguna. Reina y señora de la cristiandad, no dejes nunca de erguirte soberbia entre las aguas y el cielo. Y tú que todo lo puedes dile cómo volver a ti.
Escúchala, Luca, y deja que te guíe su voz; mientras tanto volaré con ellas. Recuerda dónde buscarme. Tú lo sabes, amor mío, entre las alondras te espero.